Pisitófilos Creditófagos, Mayo 2007

19 mayo 17:35, ppcc dijo:
Para que ustedes se hagan una idea del tamaño de nuestra burbuja crediticia, analizado en términos de déficit por cuenta corriente -deuda externa-, en números redondos:

1) somos el segundo país del mundo que más debe; con el 8% del total; el primero es Estados Unidos, que debe el 65%, pero, ¡ojo!, son los dueños del dólar, moneda de reserva mundial; el tercero es Reino Unido, que, no obstante, debe la mitad que nosotros, teniendo mucha más población y siendo los dueños de la libra esterlina.

2) El 75% de lo que se "debe" en todo el mundo (posiciones deudoras en balanzas por cuenta corriente), lo deben Estados Unidos, Reino Unido, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda, países todos cortados por el mismo patrón en relación con lo que estamos analizando;

3) de lo restante, nosotros debemos, ¡atención!, casi el 30%, que es el triple que Francia y cinco veces lo de Italia, cuyas poblaciones (y sistemas económicos) son muy superiores.

martes, 14 de abril de 2009

El Golpe Silencioso - Planes de Rescate USA

Exposición detallada del funcionamiento del FMI; identificación de los mecanismos de endeudamiento de los países que acaban siendo rescatados por el Fondo, su conexión con las élites, conversión de la Deuda Privada en Pública, y su caída hacia la conversión en "repúblicas bananeras".
Testimonio de los lazos que unen los entramados Financiero -Wall Street- y Político en USA, razón de los objetivos de los planes de rescate.


Por: Simon Johnson / Traducción: Álvaro Degives-Más
El Golpe Sigiloso - Parte I

(Título original: The Quiet Coup)
Una de las cosas que se aprenden con bastante rapidez, cuando uno trabaja para el Fondo Monetario Internacional, es que nadie jamás está muy contento de verte. Lo más típico es que tus ‘clientes’ sólo pasan a verte cuando el capital privado les haya abandonado, cuando los socios del bloque regional comercial no lograron echar un cable con un salvavidas lo suficientemente fuerte, cuando los esfuerzos de último minuto por prestar dinero de amigos poderosos como China o la Unión Europea han fracasado. Nunca serás el invitado más esperado del baile.
Razón, claro está, es que el FMI se especializa en decirles a sus clientes lo que no quieren oír. Se supone que yo lo sé bien; he presionado a muchos oficiales gubernamentales en el extranjero para que aceptasen cambios dolorosos, durante mi estancia allí, cuando era el economista jefe en el 2007 y 2008. Y he sentido, al menos indirectamente, los efectos de la presión del FMI al trabajar con varios gobiernos de Europa del Este cuando pasaron por grandes dificultades después de 1989, y con el sector privado en Asia y América Latina durante las crisis surgidas a finales de los 90 y a principios de este milenio. A lo largo de ese periodo, y desde cada punto de vista, he visto de primera mano el flujo incesante de oficiales gubernamentales - de Ucrania, Rusia, Tailandia, Indonesia, Corea del Sur, y otros lugares - arrastrando sus pies camino al fondo, cuando las circunstancias eran pésimas y todo lo demás había fracasado.
Por supuesto, cada crisis es diferente. Ucrania hizo frente a una hiperinflación en 1994; Rusia necesitaba ayuda de forma desesperada cuando en el verano de 1998 reventó su estratagema de sustituciones consecutivas de deuda a corto plazo; la rupia indonesia se desplomó en 1997, casi arrasando la economía corporativa; aquel mismo año, el milagro económico de Corea del Sur que había durado 30 años se frenó en seco cuando los bancos extranjeros de pronto se negaron a conceder nuevos créditos.
Pero debo decirle que, para los ejecutivos del FMI, todas estas crisis tenían un deprimente aspecto de similitud. Obviamente, cada uno de estos países necesitaba un préstamo, pero más que eso, tenía que acometer grandes cambios para que el préstamo pudiese resultar eficaz. Casi siempre, los países en situación de crisis tienen que aprender a vivir a la medida de sus medios disponibles - han de aumentar sus exportaciones y recortar sus importaciones - y el objetivo es hacerlo sin recaer en la más terrible recesión. Naturalmente, los economistas del fondo dedican su tiempo al desarrollo de políticas - en materia presupuestaria, reservas y suministro de dinero y cosas así - que tengan sentido en ese contexto. Sin embargo, el llegar a la solución económica resulta muy difícil sólo en contadas ocasiones.
No: la auténtica preocupación de los ejecutivos a nivel superior del fondo, su mayor obstáculo para la recuperación, entraña casi invariablemente la política propia de los países en situación de crisis.
Lo típico es que estos países están en una situación económica desesperada por una sola razón: sus élites poderosas se excedieron en tiempos de bonanza, y se arriesgaron demasiado. Los gobiernos de mercados emergentes y sus aliados del sector privado suelen formar una estrecha y, en la mayoría de los casos, también refinada oligarquía que dirige el país más bien como una empresa con ánimos de lucro de la que controlan sus acciones. Cuando un país como Indonesia o Corea del Sur o Rusia crece, también lo hacen sus líderes empresariales. Siendo dueños de su pequeño universo, esta gente hace algunas inversiones que benefician claramente al conjunto de la economía, pero también comienzan a hacer apuestas mayores y más arriesgadas. Ellos suponen - en la mayoría de los casos, correctamente - que sus conexiones políticas les permitirá hacer recaer sobre el gobierno cualquier problema sustancial con el que se topen.
En Rusia, por ejemplo, el sector privado ahora tiene problemas serios ya que, a lo largo de aproximadamente los últimos cinco años, tomó prestado al menos $490.000 millones de bancos e inversores internacionales, asumiendo que el sector energético del país podría sostener un aumento continuo del consumo en toda su economía. Según los oligarcas rusos se gastaban este capital, adquiriendo otras empresas y acometiendo ambiciosos planes de inversión que generaban empleo, también aumentó su importancia para la élite política. El creciente apoyo político significaba un acceso mejorado a contratos lucrativos, reducciones de impuestos, y subvenciones. Y los inversores extranjeros no podrían estar más contentos: con lo demás en condiciones de igualdad, prefieren prestar dinero a gente que cuenta con el respaldo implícito de su gobierno nacional, incluso cuando tal respaldo dé un cierto tufo de corrupción.
Sin embargo, y de forma inevitable, los oligarcos de mercados emergentes se pasan; despilfarran dinero, y construyen enormes imperios de negocios sobre una montaña de deudas. Los bancos locales, a veces presionados por el propio gobierno, se prestan con demasiada facilidad a conceder créditos a la élite y a aquellos que dependen de ella. Siempre la cosa acaba mal cuando se excede al endeudarse con préstamos; sea un individuo, una empresa, o un país. Tarde o temprano, las condiciones crediticias empiezan a apretar, y nadie te prestará dinero bajo condiciones remotamente asequibles.
El espiral vicioso que viene a continuación tiene una caída particularmente empinada. Empresas gigantescas tambalean al borde de la bancarrota, y se colapsan los bancos locales que les prestaron dinero. Lo que antes se llamaban “empresas mixtas públicas y privadas” pasa a ser rubricado como “capitalismo de compinches.” Sin crédito disponible, le sigue un parálisis económico, y las condiciones sólo recaen de mal en peor. El gobierno se ve obligado a tirar de sus reservas en divisa extranjera para pagar las importaciones y los intereses sobre la deuda existente, y cubrir las pérdidas privadas. Pero tarde o temprano estas reservas se agotan. Si el país no puede enmendarse antes de que pase aquello, acabará incumpliendo su deuda estatal, y se convierte en un paría económico. El gobierno, en su carrera para detener la hemorragia, por lo típico se ve obligado a eliminar algunos de sus iconos nacionales - ya que sangran liquidez - y normalmente también a reestructurar un sistema bancario gravemente desequilibrado. En otras palabras, tendrá que estrujar como mínimo a algunos de sus oligarcas.
Sin embargo, rara vez resulta el estrujar a los oligarcas la estrategia preferida por gobiernos de mercados emergentes. Más bien lo contrario: al principio de la crisis, los oligarcas suelen estar entre los primeros que reciben ayudas extra del gobierno, por ejemplo mediante un acceso preferente a divisas extranjeras, o quizá una buena reducción de impuestos, o bien - y ésta es una técnica de rescate financiero clásica del Kremlin - la asunción de deuda privada por el gobierno. Bajo coacción, la generosidad hacia los viejos amigos puede adoptar muchas formas innovadoras. Y entretanto, teniendo que estrujar por lo menos a alguien, la mayoría de los gobiernos de mercados emergentes ponen su mirada primero en la gente común y trabajadora - al menos, hasta que se conviertan en demasiado generalizados los disturbios.
Al final, tal y como se dan cuenta ahora los oligarcas rusos de la etapa Putin, alguna parte de la élite tendrá que perder, antes de que pueda iniciarse la recuperación. Es como el juego de las sillitas: simplemente no hay suficientes reservas de liquidez para atender a todos, y el gobierno no se puede permitir adueñarse por completo de las deudas del sector privado.
Así que los profesionales del FMI le miran a los ojos del ministro de Finanzas, y deciden si el gobierno ahora sí va en plan serio. Al final, el fondo prestará dinero incluso a países como Rusia, pero quiere asegurarse primero de que el primer ministro Putin está preparado, dispuesto y capacitado para ponerse duro con algunos de sus amigos. Si no está dispuesto a echar a algunos de sus anteriores compinches ante la jauría de lobos, el fondo puede esperar. Y cuando lo esté, el fondo estará encantado de hacerle unas sugerencias útiles, especialmente referentes al quitar el control sobre el sistema bancario de las manos de los “empresarios” más incompetentes y avariciosos.
Por supuesto, los ex amigos de Putin se defenderán. Movilizarán a sus aliados, manipularán el sistema en su propio beneficio, y presionarán otras partes del gobierno, para obtener subvenciones adicionales. En casos extremos incluso recurren a la subversión, incluyendo ahí también el llamar a sus contactos en los estamentos estadounidenses de la política exterior, como hicieron los ucranianos a finales de los 90, con cierto grado de éxito.
Muchos programas del FMI “se salen de la trayectoria planificada” (un eufemismo) precisamente porque el gobierno no puede mantener el tipo duro con sus ex compinches, y la consecuencia es una inflación masiva u otros desastres. Un programa “vuelve a su trayectoria” una vez que el gobierno resulte victorioso o cuando los poderosos oligarcas se las arreglan entre sí al determinar quién gobierna - y por ende, quien gana y quien pierde - para el plan apoyado por el FMI. La auténtica batalla en Indonesia y Tailandia en 1997 era sobre cuáles de las familias poderosas iban a perder sus bancos. En Tailandia, el proceso se llevó a cabo con relativa calma. En Indonesia, conllevó la caída del presidente Suharto y el caos económico.
Por sus muchos años de experiencia, los profesionales del FMI saben que su programa sólo tiene éxito - estabilizando la economía y posibilitando el crecimiento - si algunos de los oligarcas poderosos, que tanto hicieron al crearse los problemas subyacentes, acaban pagando los platos rotos. Éste es el problema de todo mercado emergente.
La conversión en una república bananera

Por ser tan profunda y abrupto, la crisis económica y financiera recuerda en un grado chocante a los momentos que en tiempos recientes vimos en mercados emergentes (y solamente en ellos). Corea del Sur (1997), Malasia (1998), Rusia y Argentina (una y otra vez). En cada uno de esos casos, los inversores internacionales, movidos por temor a que ese país o su sector financiero no podía pagar su montaña de deudas, de pronto no les concedió más crédito. Y en cada uno de esos casos, ese temor se convirtió en una profecía que causó su propio cumplimiento, ya que los bancos, al no poder renovar sus deudas, de hecho se convirtieron en incapaces de pagar. Esto es precisamente lo que empujó a Lehman Brothers a la bancarrota el día 15 de septiembre, abundando en que se secara de la noche a la mañana toda fuente de financiación para el sector financiero en EE.UU. Al igual que en las crisis de mercados emergentes, la debilidad del sector bancario rápidamente se extendió al resto de la economía, causando una grave contracción económica y tiempos duros para millones de gente.
Sin embargo, hay una similitud mucho más preocupante: los intereses de la élite de negocios - en este caso de los EE.UU., financieros - jugaron un papel central en la creación de la crisis, haciendo apuestas cada vez mayores, con el respaldo implícito del gobierno, hasta producirse el colapso inevitable. Más alarmante aún, están usando su influencia para evitar precisamente los tipos de reforma que son necesarios - y de forma rápida - para sacar la economía de su caída en picado. El gobierno parece incapaz o indispuesto a actuar firme en contra de ellos.
A mucho banquero de inversión de élite y autoridad gubernamental le gusta culpar de la crisis actual a la bajada de los tipos de interés en los EE.UU. tras el colapso de la burbuja de internet o, mejor aún - en un ejercicio de “echar balones fuera” - en el flujo de ahorros de China. Algunos derechistas prefieren quejarse de [las ex empresas de capital abierto, ahora bajo tutela federal] Fannie Mae o Freddie Mac, o incluso de los tradicionales esfuerzos de promover la tenencia más amplia de una vivienda en propiedad. Y por supuesto que le resulta axiomático a todo el mundo que las autoridades reguladoras y responsables de la “seguridad y solvencia” estaban entretanto roncando a todo placer.
Pero esas políticas diferentes - la regulación en una versión ‘light’, el dinero barato, la alianza sino estadounidense no escrita, la promoción de la vivienda en propiedad - tienen todas una cosa en común. Incluso donde algunas de ellas se conectar tradicionalmente con los demócratas, y algunas otras con los republicanos, cada una de ellas benefició al mismo sector financiero. Se ignoraron o se rechazaron intentos de cambiar políticas que, quizá, hubiesen aplazado la crisis, pero que sí habrían limitado los beneficios del sector financiero - como por ejemplo los esfuerzos en 1998 ahora famosos de Brooksley Born, de someter a regulación las permutas de riesgo crediticio [los 'credit default-swaps'] en la Commodity Futures Trading Commission [agencia federal reguladora de mercados de valores de materias primas].
La industria financiera no ha gozado siempre de un tratamiento tan preferente. Pero durante aproximadamente los últimos 25 años, las finanzas han subido como la espuma, convirtiéndose en cada vez más poderosas. El ‘boom’ comenzó durante los años de Reagan, pero se vio reforzado por las políticas de liberalización bajo los mandatos de [William J.] Clinton y George W. Bush. Varios otros factores ayudaron a alimentar al ascenso de la industria financiera. La política monetaria de Paul Volcker durante los años 80, y la acompañante y creciente volatilidad de las tasas de interés hicieron que el comercio de bonos se convirtiese en mucho más rentable. Las invenciones de conceptos como la titulización de activos ['securitization'], permutas financieras de intereses ['interest-rate swaps'], y las permutas de riesgo crediticio aumentaron de forma muy importante el volumen de transacciones sobre las cuales pudieron obtener beneficio los banqueros. Además, una población cada vez más adinerada, y que se iba envejeciendo, invirtió cada vez más en valores cotizados en la bolsa, ayudada por el invento de la cuenta de inversión de jubilación ['IRA'] y los planes de ahorro para la jubilación, los 401(k). En su conjunto, estos desarrollos aumentaron enormemente las oportunidades de obtener beneficio en los servicios financieros.

No resulta sorprendente que Wall Street se lanzó a aprovecharse de estas oportunidades. Desde 1973 hasta 1985, el sector financiero nunca obtuvo más de un 16 por ciento en ganancias corporativas. En 1986, esa cifra alcanzó el 19 por ciento. En los años 90 oscilaba entre el 21 y el 30 por ciento, lo más alto de cualquier periodo tras la Segunda Guerra Mundial. En la actual década, alcanzó el 41 po ciento. La remuneración subió de manera igual de espectacular. Desde 1948 hasta 1982, la compensación media en el sector financiero variaba entre un 99 y el 108 por ciento de la media para todas los sectores privados a nivel doméstico. A partir de 1983 subió vertiginosamente, alcanzando el 181 por ciento en el 2007.
Las grandes riquezas que el sector financiero creó y concentró dio a los banqueros un enorme peso político, que en los EE.UU. no se ha visto desde la era de J.P. Morgan (el hombre, no la empresa). En aquel periodo, el pánico bancario de 1907 sólo pudo ser parado mediante acción coordinada entre los banqueros del sector privado; ninguna entidad gubernamental era capaz de ofrecer una solución eficaz. Pero aquella primera época de los banqueros oligarcas tocó su fin con la adopción de una importante ley de regularización de la banca, en respuesta a la Gran Depresión; el resurgimiento de una oligarquía financiera estadounidense es bastante reciente.
El pasillo que une Wall Street y Washington

Claro está: los EE.UU. es algo único. Al igual que tenemos la economía, las fuerzas armadas y la tecnología más avanzadas de todo el mundo, también tenemos su oligarquía más avanzada.
En un sistema político primitivo, el poder se transmite por medio de la violencia, o su amenaza: golpes militares, milicias privadas, etcétera. En un sistema menos primitivo, como es típico en el caso de los mercados emergentes, el poder se transmite a través del dinero: sobornos, comisiones ilegales y cuentas bancarias en paraísos fiscales. Aunque la acción de bufetes de presión política y las contribuciones financieras a campañas electorales sí juegan un papel destacado en el sistema político de los Estados Unidos, la corrupción a la vieja usanza - sobres repletos de billetes de $100 - tiene probablemente poca relevancia hoy en día, pese a figuras como Jack Abramoff.
En lugar de ello, la industria financiera de EE.UU. obtuvo su poder político al amasar un tipo de capital cultural: un sistema de creencias. En un pasado, tal vez, existió una creencia según la cual lo que era bueno para General Motors lo era también para el país. A lo largo de la pasada década se implantó la idea que lo que es bueno para Wall Street también lo es para el país. La industria de la banca y el mercado de valores se convirtió en uno de los principales contribuyentes a las campañas políticas, pero en el punto álgido de su influencia, no tenía por qué comprarse los favores políticos de la misma forma en que, por ejemplo, sí tendrían que hacer quizá las empresas del tabaco o los contratistas militares. En su lugar, se benefició del hecho que quienes se desenvolvían en las tripas de Washington ya estaban convencidos de que la existencia de las grandes instituciones financieras y los mercados libres de capital era esencial para la posición de los EE.UU. en el mundo.
Uno de esos canales de influencia era, por supuesto, el flujo de personas entre Wall Street y Washington. Robert Rubin, quien en su momento era copresidente de Goldman Sachs, sirvió como secretario del Tesoro bajo el presidente Clinton, para convertirse más tarde en presidente del comité ejecutivo de Citigroup. Henry Paulson, el consejero delegado de Goldman Sachs durante su largo periodo del ‘boom’ se convirtió en secretario del Tesoro bajo George W.Bush. John Snow, el antecesor de Paulson, dejó el cargo para convertirse en el presidente de Cerberus Capital Management, una gran empresa de participación privada que también cuenta con Dan Quayle [vicepresidente bajo George H.W. Bush] entre sus directivos. Alan Greenspan, tras dejar la Reserva Federal, se convirtió en un consultor de Pimco, quizá la mayor empresa del mundo en el mercado internacional de bonos.
Estas conexiones personales se multiplicaron con creces en los niveles inferiores de las administraciones de los últimos tres presidentes, y reforzaron los lazos entre Washington y Wall Street. Se ha convertido en algo así como una tradición el que empleados de Goldman Sachs pasen al servicio público tras dejar la empresa. El flujo de ex empleados de - que incluye a Jon Corzine, ahora gobernador de Nueva Jersey, junto con Rubin y Paulson - no sólo situó en los centros de poder a personas con la visión propia de Wall Street sobre el mundo, sino que también ayudó a crear una imagen de Goldman (al menos, para los adentrados de Washington) de una institución que casi representaba una forma de servicio público.
Wall Street es un lugar muy seductor, imbuido de aires de poder. Sus directivos se creen de verdad que controlan las manivelas que hacen que gire el mundo. Se le podría perdonar a un funcionario de Washington invitado a una de sus salas de conferencias, aunque sólo sea por una reunión, por sucumbir ante su influencia. A lo largo de mi época en el FMI, me impresionó la facilidad con la que accedieron los líderes financieros a los oficiales más altos del gobierno de los EE.UU., y lo entramado que estaban las dos carreras profesionales. Me acuerdo muy bien de una reunión, celebrada a principios del 2008 y a la que asistieron los máximos responsables de política financiera de un puñado de países ricos - en la cual el presidente de turno con indiferencia proclamó - ante la aprobación generalizada de los asistentes en la sala - que la mejor preparación para llegar a ser gobernador de un banco central es el trabajar antes como banquero de inversión.
Toda una generación de responsables políticos ha estado hipnotizado por Wall Street, convencidos siempre y totalmente de que sea lo que dijesen los bancos era cierto. Son bien conocidas las expresiones de Alan Greenspan, a favor de mercados financieros sin regularización. Pero Greenspan no era el único. Esto es lo que en el 2006 dijo Ben Bernanke, el hombre que le sucedió: “La gestión de riesgos del mercado y del crédito se ha convertido en cada vez más sofisticada [...] Organizaciones bancarias, de cualquier tamaño, han logrado avances importantes a lo largo de las dos últimas décadas en su capacidad de medir y gestionar riesgos.”
Por supuesto, en su mayoría esto era ilusorio. Los reguladores, legisladores y académicos casi todos asumieron que los gerentes de estos bancos sabían lo que estaban haciendo. En retrospectiva, no lo sabían. La división de productos financieros de AIG, por ejemplo, logró en el 2005 beneficios por un importe de $2.500 millones antes de impuestos, en gran parte por vender titulizaciones por debajo de su coste real, con pólizas tan complejas como eran mal comprendidas. En muchos casos, se describe como “recoger monedas de cinco centavos delante de una apisonadora;” es una estrategia que durante los años normales da beneficios, pero resulta catastrófico en los años malos. En otoño del año pasado, AIG tenía pólizas que cubrían más de $400.000 millones en valores. Hasta la fecha de hoy, el gobierno de los EE.UU, en su esfuerzo por salvar la empresa, ha dedicado unos $180.000 millones en inversiones y préstamos, para cubrir las mismas pérdidas que el sofisticado sistema de modelos financieros de AIG dijo eran virtualmente imposibles.
El poder seductor de Wall Street incluso se extendió hasta (o se extendía especialmente hacia) los profesores universitarios de finanzas y economía, que históricamente siempre estaban limitados a trabajar hacinados en sus pequeños despachos universitarios en pos de premios Nobel. Según las finanzas matemáticas se convertían cada vez más en esenciales para la práctica financiera, cada vez más profesores aceptaron puestos como consultores o socios en instituciones financieras. Quizá Myron Scholes y Robert Merton, ambos premiados con un Nobel, hayan sido los más famosos; en 1994 ellos aceptaron puestos en el consejo de Long-Term Capital Management, antes de llegar aquel fondo a su conocido fin, hacia finales de la década. Pero muchos otros se labraron un camino similar. Esta migración puso un sello de legitimidad académica (y un aura intimidatorio de rigor intelectual) al mundo de las altas finanzas en plena expansión.
Según más y más ricos hacían su fortuna en las finanzas, el culto a las finanzas se filtró para adentrarse en la cultura general. Obras como En las puertas del poder ['Barbarians at the Gate: The Fall of RJR Nabisco'], Wall Street, y La hoguera de las vanidades ['Bonfire of the Vanities'] - todas ellas con la intención de ser una historia de escarmiento - no hicieron más que aumentar la mística de Wall Street. [El autor] Michael Lewis observó el año pasado en la revista Portfolio que, cuando en 1989 escribía Liar’s Poker, el relato de un testigo privilegiado sobre la industria financiera, tenía la esperanza de suscitar indignación con su libro ante la altanería y los excesos de Wall Street. En su lugar, acabó “hasta las rodillas de cartas de estudiantes de [la universidad] Ohio State que querían saber si tenía más secretos que compartir [...] Habían leído mi libro como un manual de instrucciones.” Hasta los criminales de Wall Street, como Michael Milken [condenado, entre otras cosas, por un fraude gigante con bonos basura] y Ivan Boesky [corredor de bolsa condenado por operaciones de información privilegiada], se convirtieron en figuras enormes. En una sociedad que admira y celebra la idea de ganar dinero, resultaba fácil concluir que los intereses del sector financiero eran los mismos que los intereses del país, y que los campeones del sector financiero sabían mejor lo que le conviene a los EE.UU. que los funcionarios de carrera en Washington. La fe en los mercados financieros libres se acrecentó hasta convertirse en sabiduría popular, que se proclamó con presunción, tanto desde las páginas editoriales del Wall Street Journal, como el propio Congreso de los Estados Unidos.
Desde esta confluencia de financiación de campañas políticas, conexiones personales e ideología, brotó todo un río de políticas de desregulación - tan sólo en la última década - que, en retrospectiva, resulta asombroso:
• La insistencia en el movimiento libre de capital a través de las fronteras;
• La revocación de normativas de la era de la Gran Depresión que separaban la banca comercial de la banca de inversión;
• La prohibición desde el Congreso del regular las permutas de riesgo crediticio;
• Importantísimos aumentos del coeficiente de endeudamiento permitido para los bancos de inversión;
• Una mano ligera ¿o quizá debería decir invisible? de la comisión supervisora del mercado de valores [la 'Securities and Exchange Commission'] al hacer cumplir sus normativas y reglamentos;
• Un acuerdo internacional que permite a los propios bancos medir sus índices de riego;
• Y una deliberada dejadez al no actualizar las normativas para ponerse al día con los tremendos pasos de avance de las innovaciones financieras.
El sentimiento que acompañaba estas medidas adoptadas en Washington parecía oscilar entre la indiferencia y una celebración en toda regla: se pensaba que, una vez desatadas, las finanzas continuarían propulsando la economía hasta alturas aún más elevadas.

Enlace.

El Golpe Sigiloso (Parte II)
Los oligarcas estadounidenses y la crisis financiera

La oligarquía y las políticas de gobierno que lo ayudaron no eran lo único que causaron la crisis económica que estalló el año pasado. Hay muchos otros factores contribuyentes, incluyendo un exceso de préstamos tomados por hogares individuales, y unos criterios de concesión de crédito demasiado relajados en la franja exterior del mundo financiero. Pero los mayores bancos comerciales y de inversión - y los fondos de gestión alternativa que se aprovecharon a todo gusto de la coyuntura - eran los grandes beneficiarios de la burbuja doble del mercado de viviendas y del mercado de valores de esta década; sus beneficios se alimentaron de un volumen de transacciones que crecía sin parar, apoyado en una base relativamente pequeña de los activos reales y tangibles. En cada ocasión en la que un préstamo se vendió, se combinó en un paquete, se titulizó, y se revendió, los bancos se embolsaron su comisión de transacción, y los fondos de gestión alternativa que compraron esos valores titulizados cosecharon sus comisiones incesantemente mayores a la par que crecían sus carteras.
Dado que todo el mundo se estaba haciendo más rico, y que la salud de la economía nacional dependía en tal grado del crecimiento en el mercado inmobiliario y las finanzas, nadie en Washington tenía incentivo alguno para cuestionar lo que estaba pasando. En su lugar, el presidente de la Fed, Greenspan, y el presidente Bush insistieron con la monótona regularidad de un metrónomo que la economía gozaba de una fundamental salud y que el crecimiento tremendo en las titulizaciones complejas y las permutas de riesgo crediticio eran la prueba de una economía en gran estado de salud en la cual el riesgo estaba distribuido de forma segura.
En el verano del 2007 comenzaron a aparecer los signos de tensión. El ‘boom’ había producido tanta deuda que incluso un pequeño traspié económico podría causar problemas económicos de calado, y el aumento de la tasa de morosidad de hipotecas concedidas a clientes con un perfil crediticio marginal [las hipotecas 'subprime'] resultó ser aquel traspié. A partir de aquel momento, tanto el sector financiero como el gobierno federal han actuado invariable y exactamente según cabría esperar de ellos, a la vista de las anteriores experiencias con mercados emergentes en situación de crisis.
A estas alturas, los príncipes del mundo financiero han sido, por supuesto, despojados de su aura quedando desnudos como líderes y estrategas, al menos según la opinión de la mayoría de gente en los EE.UU. Pero según iban pasando los meses, las élites financieras continuaron asumiendo que su posición privilegiada estaba a salvo, como los hijos mimados de la economía, a pesar de los destrozos que ellos mismos habían causado.
Stanley O’Neal, el consejero delegado de Merrill Lynch, metió su empresa en profundidad en el mercado de titulizaciones garantizadas por hipotecas, en su momento álgido en el 2005 y 2006; en octubre del 2007 lo reconoció así: “La conclusión final es que nos equivocamos - yo me equivoqué - quedando excesivamente expuesto a las ’subprime’ y sufrimos el resultado del desequilibrio de liquidez en ese mercado. No hay nadie más decepcionado que yo con aquel resultado.” O’Neal se llevó a su casa una prima de $14 millones en el 2006; en 2007, se marchó de Merrill con un paquete de indemnizaciones por valor de $162 millones, aunque cabe asumir que hoy en día tiene un valor muy inferior.
En octubre, John Thain, el consejero delegado final de Merrill Lynch, presionó su consejo de directores, según algunas fuentes, para obtener una prima de $30 millones o más, aunque en diciembre acabó reduciendo sus exigencias hasta $10 millones; al final retiró su solicitud, tras recibir una avalancha de críticas, y tan sólo después de filtrarse la cuestión a The Wall Street Journal. Merrill Lynch en sí no estaba en una situación mejor: adelantaron el pago de las primas, por un total de $4.000 millones, hasta el mes de diciembre, presuntamente para evitar la posibilidad de que sea reducido por Bank of America, que sería el dueño de Merrill a partir del 1 de enero. El año pasado, Wall Street pagó en concepto de primas de fin de año $18.000 millones a sus empleados en la ciudad de Nueva York, y eso después de que el gobierno había desembolsado $243.000 millones en ayudas de emergencia al sector financiero.
En una situación de pánico financiero, el gobierno debe actuar tanto con rapidez como con una fuerza abrumadora. El problema fundamental aquí es la inseguridad; en nuestro caso, es inseguridad sobre si los bancos más grandes disponen de suficientes activos para cubrir sus deudas. Las medidas tomadas a medias en combinación con esperanzas basadas en quimeras y una actitud de esperar a los que vengan detrás no puede superar esta inseguridad. Y cuanto más se tarde en responder, esa inseguridad estrujará más al flujo de créditos, se mina la confianza del consumidor, y se paraliza la economía, haciendo al final que el problema sea mucho más difícil de resolver. Sin embargo, las principales características de la respuesta gubernamental a la crisis financiera han sido demoras, una falta de transparencia, y desganas para causar disgustos al sector financiero.
Hasta el momento, la respuesta quizá se pueda describir mejor como “política a golpe de trato:” cuando una institución financiera importante tambalea, el departamento de Tesorería y la Reserva Federal instrumentan durante el fin de semana una inyección de rescate, para anunciar el lunes que todo está en orden. En marzo del 2008, Bear Stearns fue vendido a JP Morgan en una operación que para muchos parecía un regalo para JP Morgan (Jamie Dimon, el consejero delegado de JP Morgan, forma parte del consejo de directores del Federal Reserve Bank of New York [la Fed es un sistema de bancos confederados a nivel 'regional'] que fue el que, junto con el departamento de Tesorería, negoció el trato). En septiembre hemos visto: la venta de Merrill Lynch al Bank of America, la primera inyección de rescate en AIG, y la compra y sucesiva venta inmediata de Washington Mutual a JP Morgan - todas estas operaciones fueron negociadas por el gobierno. En octubre, en el mismo día y tras puertas cerradas en Washington, se hizo una inyección de capitalización en nueve bancos. Esto, a su vez, fue sucedido por inyecciones de rescate adicionales para Citigroup, AIG, Bank of America, Citigroup (otra vez), y AIG (una vez más).
Puede que algunas de estas operaciones hayan sido respuestas razonables ante una situación de gran inmediatez. Pero nunca resultó (ni sigue siendo) claro a qué conjunto de intereses obedeció, y cómo lo sirvió. Ni el departamento de Tesorería ni la Fed actuaron acorde con ningún principio que haya sido declarado en público; sólo trabaron una transacción, para luego proclamar que era lo mejor que se podía hacer bajo las circunstancias. Aquí, se trata de acuerdos y tratos hechos a escondidas y en plena noche, así de llano y simple.
En toda esta crisis, el gobierno ha extremado precauciones por no causar sobresaltos a los intereses de las instituciones financieras, ni cuestionar las líneas maestras del sistema que nos dejó en la situación en que estamos. En septiembre del 2008, [el ex secretario de Tesorería] Henry Paulson pidió al Congreso $700.000 millones para comprar activos tóxicos de bancos, sin condición alguna a cambio, ni ningún proceso de revisión jurídica de sus decisiones de adquisición. Muchos observadores sospecharon que el propósito era el de pagar en exceso por esos activos, y con ello quitarles a los bancos el problema de sus manos; de hecho, ésa es la única forma en la cual la compra de activos tóxicos podría haber aportado ayuda alguna. Quizá debido a que no había forma de conseguir que tal subsidio descarado sea políticamente aceptable, se abandonó ese plan.
En su lugar, el dinero se empleó para inyectar nuevo capital en los bancos, comprando sus acciones bajo condiciones que favorecían de forma flagrante a los propios bancos. Según la crisis se profundizaba y las instituciones financieras necesitaban más ayuda, el gobierno se inventó formas cada vez más creativas para dar a los bancos subsidios demasiado complejos para que el público en general lo entendiese. El primer rescate de AIG, bajo términos relativamente favorables al contribuyente, se suplió con tres rescates adicionales cuyas condiciones eran más favorables para AIG. El segundo rescate de Citigroup y aquel del Bank of America incluyeron complejas garantías de activos que ofrecieron un seguro a los bancos a un precio por debajo del mercado. El tercer rescate de Citigroup, a finales de febrero, convirtió las acciones preferentes en manos del gobierno en acciones comunes, a un precio sustancialmente por encima del mercado; un subsidio que, en su primera lectura, probablemente pasaría desapercibido hasta para la mayoría de los lectores del Wall Street Journal. Y las acciones preferentes convertibles que Tesorería comprará, bajo el nuevo plan de estabilidad financiera [el Financial Stability Plan] da la opción de conversión - y con ello la ventaja - a los bancos; no al gobierno.
Este último plan - que probablemente acabará ofreciendo préstamos baratos a los fondos de gestión alternativa [los 'hedge fund'] y otros para que puedan comprar activos a precios relativamente elevados de los bancos en dificultades - ha sido influenciado mucho por el sector financiero - y Tesorería desde luego no lo oculta. Según dijo Neel Kashkari, un alto oficial de Tesorería bajo tanto Henry Paulson como Tim Geithner (y ex empleado de Goldman) en su comparecencia ante el Congreso, en marzo: “Habíamos recibido propuestas entrantes no solicitadas de gente en el sector privado que decían: ‘Tenemos capital listo para saltar al ruedo; queremos ir a por los activos [de los bancos en dificultades]‘.” Y eso es justo lo que el plan les permite hacer: “Al casar capital del gobierno - capital del contribuyente - con capital del sector privado, y ofreciendo la financiación, se puede facilitar a esos inversores para que luego vayan a por esos activos, a un precio que tiene sentido para los inversores y a un precio que tenga sentido para los bancos.” Kashkari no mencionó nada de lo que tenga sentido para el tercer grupo implicado: los contribuyentes.
Incluso dejando de lado lo que sea justo para los contribuyentes, la forma en que el gobierno aborda los bancos con guante de seda causa honda preocupación, por una simple razón: no es adecuado para cambiar el comportamiento de un sector financiero acostumbrado a hacer negocios en sus propios términos, en un momento en el que se debe cambiar aquel comportamiento. Como un alto cargo banquero anónimo le dijo a The New York Times, en el otoño pasado: “Da igual cuánto nos dé Hank Paulson; nadie prestará ni un penique hasta que el curso de la economía dé la vuelta.” Pero la pega está precisamente ahí: la economía no se puede recuperar hasta que los bancos estén sanos y dispuestos a prestar dinero.
El camino a la salida

Si sólo nos fijamos en la crisis financiera (y dejamos de lado algunos de los problemas de la economía en general), nos enfrentamos a al menos dos importantes problemas, que están relacionados entre sí. El primero es el de un sector bancario en un estado desesperado de enfermedad, que amenaza con estrangular cualquier recuperación incipiente que un estímulo fiscal pudiese generar. El segundo es un equilibrio de poder que da al sector financiero el poder de pronunciar su veto sobre políticas públicas, aún cuando ese sector está perdiendo su base de apoyo popular.
Los grandes bancos, según parece, no han hecho más que acrecentarse en su fuerza política desde que comenzó la crisis. Y esto no sorprende. Con el sistema financiero en tal estado de fragilidad, el daño que podría causar el colapso de un banco importante - Lehman era pequeño, comparado con Citigroup o Bank of America - es mucho mayor de lo que sería en tiempos normales. Los bancos han estado explotando este temor, al estrujar sus tratos favorables de Washington. Bank of America obtuvo su segundo paquete de rescate (en enero) tras advertir al gobierno que posiblemente no podría llevar a cabo la adquisición de Merrill Lynch; una posibilidad que Tesorería no quería ni considerar.
Los retos que tiene ante sí los Estados Unidos conforman un territorio conocido para la gente del FMI. Si uno ocultase el nombre del país, para sólo enseñarles las cifras, no cabe duda de lo que los profesionales experimentados del FMI dirían: nacionaliza los bancos en dificultades, y repártelos en trozos según sea necesario.
En ciertas formas, por supuesto, el gobierno ya ha tomado el control del sistema bancario. Ha garantizado esencialmente las deudas de los mayores bancos, y es su única fuente creíble de capital, hoy en día. Entretanto, la Reserva Federal ha adoptado un papel destacado al proveer de créditos a la economía - la función que se supone desempeña el sector de la banca privada, pero que no ejerce. Pero hay límites a los que la Fed pueda hacer por su cuenta; los consumidores y las empresas continúan dependiendo de bancos que carecen de los balances generales y de incentivos para dar los créditos que la economía necesita, y el gobierno no ejerce un control real sobre quién dirige los bancos, ni lo que hacen.
La fuente de los problemas de los bancos está en las grandes pérdidas que indudablemente acumularon en sus carteras de valores y de préstamos. Pero no quieren reconocer la auténtica dimensión de sus pérdidas, porque eso probablemente les destapará como insolventes. Por ello, ningunean el problema, y solicitan limosnas que son insuficientes para curarles (una vez más: no pueden destapar la magnitud de dádivas necesarias para tal propósito) pero son suficientes para mantenerlos en pie por otro rato más. Este comportamiento es corrosivo: los bancos malsanos o bien no prestan dinero (almacenan dinero para apuntalar sus reservas) o se arriesgan con jugadas a la desesperada en préstamos e inversiones de alto riesgo que podrían tener grandes dividendos, pero que probablemente no tendrán beneficios en absoluto. En cualquier caso, la economía sufre más aún, y según continúa así, los propios activos de los bancos continúan en su deterioro, dando lugar a un círculo vicioso altamente destructivo.
Para romper este ciclo, el gobierno debe forzar los bancos para que reconozcan la escala de sus problemas. Tal y como lo ve el FMI (y según ha insistido el propio gobierno de los EE.UU. en un pasado, ante múltiples países de mercado emergente) la forma más directa de hacerlo es mediante la nacionalización. En su lugar, Tesorería está intentando negociar paquetes de rescate, banco por banco, y se comporta como si los bancos tuviesen todas las cartas en la mano - contorsionando las condiciones de cada trato negociado para minimizar la propiedad en manos del gobierno, y al perjurar entretanto que el gobierno no ejercerá su influencia sobre las estrategias u operaciones del banco. Bajo estas condiciones resulta imposible limpiar los balances generales de los bancos.
La nacionalización no implicaría la propiedad permanente por el estado. El consejo del FMI sería, esencialmente: aumentar la escala de operación del proceso estándar de la corporación aseguradora de depósitos bancarios [la 'Federal Deposit Insurance Corporation']. Una “intervención” de la FDIC es básicamente un procedimiento de gestión por el gobierno de bancarrotas bancarias. Permitiría al gobierno eliminar los accionistas de los bancos, sustituir sus directivos fracasados, limpiar los balances generales, y luego vender los bancos al sector privado. La ventaja principal es el reconocimiento inmediato del problema, para que pueda ser resuelto antes de que empeore.
El gobierno debe inspeccionar los balances generales e identificar aquellos bancos que no pueden sobrevivir una grave recesión. Estos bancos deben encarar una elección: amortiza tus bienes para que reflejen su valor auténtico y conseguir el capital privado necesario en un plazo de 30 días, o el gobierno asumirá el control. El gobierno amortizaría los activos tóxicos de los bancos en suspensión de pago - reconociendo así la realidad - y transferiría esos activos a una entidad gubernamental separada, que intentaría salvar lo que sea posible para el contribuyente (igual que lo hizo la Resolution Trust Corporation, después del debacle [en EE.UU.] de las cajas de ahorro y préstamo en los años 80). Las partes restantes de esos bancos - limpiados y capaces de prestar con seguridad, y por ende nuevamente fiables para otras entidades crediticias e inversores - podrían después ser vendidos.
La operación de limpieza de los ‘megabancos’ será compleja. Y será costoso para el contribuyente: acorde con las últimas cifras del FMI, la limpieza del sistema bancario probablemente acabará costando cerca del billón y medio de dólares (lo que es el 10 por ciento de nuestro PIB) a largo plazo. Pero tan sólo la acción decisiva del gobierno - al exponer toda la magnitud de la podredumbre financiera y restaurando algún conjunto reducido de bancos a un estado de salud que se pueda verificar públicamente - podrá curar la totalidad del sector financiero.
Puede que esto parezca un medicamento de caballo. Pero de hecho, aunque sea necesario, resulta insuficiente. El segundo problema que tiene delante los EE.UU. - el poder de las oligarquías - es tiene la misma importancia que la crisis inmediata de los préstamos. Y el consejo del FMI en este frente sería, una vez más, igual de simple: rompe las oligarquías.
Las instituciones de tamaño excesivo están influenciando de manera desproporcionada las políticas públicas; los bancos de mayor tamaño que hoy en día tenemos derivan mucho de su poder de ser demasiado grande para que colapsen. La nacionalización y la ronda posterior de privatizaciones no cambiaría eso; aunque la sustitución de los ejecutivos bancarios que nos metieron en esta crisis sería justo y sensato, al final, el reemplazo de un conjunto de directivos poderosos por otro, sólo cambiaría los nombres de los oligarcas.
Idealmente, los bancos grandes deberían ser vendidos en trozos de tamaño medio, dividido por regiones o por tipo de negocio. Allá donde eso no resulte práctico - ya que querremos vender los bancos rápidamente - podrían ser vendidos en su conjunto, pero con el requisito de romperlos en trozos en un plazo breve. Los bancos que permanezcan en manos privadas también deberían ser sujetos a limitaciones de tamaño.
Esto puede aparentar como una medida cruda y arbitraria, pero es la mejor forma de limitar el poder de instituciones individuales en un sector esencial para el conjunto de la economía. Claro está, habrá gente que se queje de ‘gastos por ineficacia’ de un sistema bancario más fragmentado, y esos gastos son reales. Pero igualmente grande es el gasto de un banco demasiado grande para que colapse - como un arma de autodestrucción financiera masiva - al final estalla. Cualquier cosa demasiado grande para que quiebre es demasiado grande para que exista.
Para asegurar que sea sistemático la distribución en pedazos más pequeños de los bancos, y para evitar que al final resurjan los enormes monstruos peligrosos, también tenemos que someter a una profunda revisión nuestras leyes anti monopolio. Las leyes adoptadas hace más de 100 años para combatir los monopolios industriales no fueron diseñadas para hacer frente a los problemas que tenemos ahora. El problema en el sector financiero hoy no es que una empresa dada pueda tener una cuota suficiente de mercado como para influenciar sus precios; es que una empresa o un conjunto reducido de empresas conectadas entre sí, al quebrar, puede arrastrar en su caída a toda la economía. El estímulo fiscal de la administración de Obama evoca a [el presidente Franklin D. Roosevelt] FDR, pero lo que tenemos que imitar aquí es [la implacable política de ruptura de monopolios, conocido por] ‘trust-busting’ de [el presidente Theodore D. Roosevelt] Teddy Roosevelt.
La imposición de topes a la compensación de directivos, aunque tenga el perfume de populismo, puede ayudar a restaurar el equilibrio de poder político y disuadir la resurrección de una nueva oligarquía. La principal atracción de Wall Street - tanto para la gente que trabaja allí como para los oficiales gubernamentales que estuvieron más que encantados de bañarse en sus reflejos de gloria - ha sido la cantidad estupefaciente de dinero que uno podía ganar ahí. La limitación de ese dinero reduciría también la atracción del sector financiero, convirtiéndola en otra industria más.
No obstante, los límites directos de paga son una medida basta, especialmente a largo plazo. Y la mayoría del dinero se gana hoy en día en los fondos de gestión alternativa, que apenas son reguladas, y en empresas de inversión privada, por lo cual la reducción de pago resultaría complicado. La regulación y los impuestos deben ser parte de la solución. Sin embargo, y a más largo plazo, la mayor parte puede venir de mayores niveles de transparencia y de competencia, que reduciría las comisiones de la industria financiera. Para quienes digan que con ello se empujarían las actividades financieras a otros países, ahora podemos decir, con toda seguridad además: perfecto.
Dos vías

Para parafrasear a Joseph Schumpeter, el economista de principios del S. XX, todo el mundo tiene sus élites; lo importante es cambiarlos de vez en cuando. Si los EE.UU. hubiese sido cualquier otro país, y viniera cabizbajo al FMI, sería quizá más bien optimista sobre su futuro. La mayoría de las crisis de mercados emergentes que he mencionado acabaron con relativa rapidez, dando lugar en su mayoría a una recuperación relativamente potente. Pero esto, desgraciadamente, nos conlleva al límite de la analogía entre los EE.UU. y los mercados emergentes.
Los países de mercado emergente sólo tiene su cuota precaria de riqueza, y son débiles a nivel mundial. Cuando entran en dificultades, con bastante literalidad se les agota el dinero, o al menos: divisas extranjeras, sin lo cual no pueden sobrevivir. Tienen que tomar decisiones delicadas; al final, la acción agresiva formará parte del pastel que se cuece. Pero los EE.UU., por supuesto, es la nación más poderosa del mundo; más rico de lo que uno pueda medir, y bendecida con el privilegio exorbitante de pagar sus deudas con el extranjero en su propia divisa, y que ella misma puede imprimir. Como resultado de ello, podría bien continuar rengueando así durante años - como lo hizo Japón durante su ‘década perdida’ - sin aunar nunca el coraje para hacer lo debería, y sin recuperarse nunca de verdad. Una ruptura total con el pasado - incluyendo la adquisición y la limpieza de los bancos más grandes - apenas aparenta como una cosa con probabilidades de fraguarse. Desde luego, no hay nadie en el FMI quien lo pueda imponer.
En mi opinión, los EE.UU. tiene ante sí dos escenarios creíbles. El primero implica complicadas negociaciones y tratos, banco por banco, y rescates continuos (y repetidos) a pulso de tambor, como los que vimos en febrero con Citigroup y AIG. La administración intentará bregar como pueda por medio de la situación, y la confusión reinará.
Boris Fyodorov, el difunto ministro de Finanzas de Rusia, tuvo que bregar durante buena parte de los últimos 20 años luchando contra los oligarcas, la corrupción, y prevaricación en todas sus formas por autoridades. A él le gustaba decir que la confusión y el caos les servía mucho a los poderosos; les permitía apropiarse de cosas, tanto de forma legal como ilegal, y con impunidad además. Cuando la inflación es alta, ¿quién puede realmente decir cuál es el auténtico valor de un determinado bien en propiedad? Cuando el sistema crediticio se apoya en bizantinos acuerdos gubernamentales y tratos negociados a puertas cerradas, ¿cómo saber que no se le está desplumado a uno?
Nuestro futuro podría consistir en un continuo tumulto que alimente el desfalco continuado del sistema financiero, en el que hablamos cada vez más de cómo exactamente nuestros oligarcas se convirtieron en bandidos, y de cómo la economía no acaba de volver a engranarse.
El segundo escenario comienza de forma más deprimente, y puede también que acabe así. Pero al menos ofrece cierta esperanza de que nos sacuda de nuestro estado de letargo. Va como sigue: la economía mundial continúa deteriorándose, el sistema bancario en la Europea central y oriental se colapsa, y - debido a que la mayoría de los bancos en la Europa del Este son propiedad de bancos europeos occidentales - temores justificables de insolvencia gubernamental se se propagan por todo el continente. Los acreedores continúan recibiendo más golpes, y la confianza cae aún más. Las economías asiáticas que exportan bienes elaborados quedan devastadas, y los países productores de materias primas en América Latina y África no están en una situación mucho mejor. Un deterioro dramático del clima económico mundial fuerza que la economía de los EE.UU., que ya tambaleaba, se caiga de rodillas. Las tasas de crecimiento proyectadas como punto de partida en los presupuestos actuales de la administración son consideradas cada vez más como exentos de realismo, y el escenario bastante optimista de “proyección pesimista” que Tesorería emplea para evaluar los balances generales de los bancos se convierte en una causa de gran vergüenza.
Bajo este tipo de presiones, y teniendo ante sí la posibilidad de un colapso nacional y mundial, puede que las mentes se concentren un poco más.
La opinión convencional entre las élites continúa siendo que el actual desplome “no puede ser tan malo como la Gran Depresión.” Ésta es una visión equivocada. Lo que tenemos ante nosotros podría de hecho ser peor que la Gran Depresión: porque el mundo está ahora mucho más interconectado, y debido a que el sector bancario ahora es tan grande. Estamos ante un bajón sincronizado en casi todos los países, un desfallecimiento de confianza entre las personas individuales y las empresas, y problemas mayúsculos para las finanzas gubernamentales. Si nuestros líderes se despiertan ante las posibles consecuencias, aún podríamos ser testigos de una dramática toma de acción sobre el sistema bancario, y la ruptura de la vieja élite. Esperemos que, para aquel entonces, no sea demasiado tarde.
Nota: el enlace al artículo original en inglés es The Quiet Coup - The Atlantic (May 2009)

Enlace.

2 comentarios:

  1. Agradecería que se recorte el texto íntegramente copiado sin licencia del autor de la traducción (que soy yo) al nivel de una cita a uno o dos párrafos a lo sumo.

    Gracias.

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  2. Y porque? Si es de tal importancia para quienes no leemos ingles...!

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